Merienda en Waterstone, librería café con vistas al castillo. El contraste de luces en Edimburgo es alucinante (mucho más en primavera y otoño), junto con la armonía y el equilibro de su belleza paisajística y arquitectónica, te obliga a enfocar el objetivo.
En las fotos encuentro el formato físico de la memoria; cada instantánea plasma un momento, un recuerdo, un lugar, solo que exento de emociones, aunque, al mirarlas, tu cerebro aporta al instante esa chispa de vida imposible de obtener con una cámara; al menos, por ahora.
La foto está tomada desde Princess Street Gardens, monumento homenaje a Sir Walter Scott; celebre y querido escritor y poeta escocés, autor de novelas archiconocidas como Ivanhoe. La torre que se ve iluminada detrás de él pertenece al hotel Balmoral, de una belleza exquisita, y uno de los hoteles más relevantes de la ciudad.
Escribir me hace funcionar mejor como persona, me permite descender por las grutas de la mente a lugares que no visito con frecuencia, habitaciones que cerré un día por un motivo concreto o, miedos que enterré por temor a revivirlos. Mis personajes llevan mi ADN, unos más que otros, pero todos parten de mi principio primitivo; la educación recibida, la influencia del entorno y la carga genética. Escribir me permite desligarme de esta herencia, de ese peso. Me da la libertad de crear, de crearme, reinventarme e inventar a otros... ; un semidios que va moldeando figuritas angelicales o demoníacas, según discurra; pero al fin y al cabo libre, libre por un tiempo de cargas ancestrales, emocionales y genéticas.
A pesar de los años aquí, me embeleso mirando estos paisajes que bien parecen postales. Edimburgo no solo me sirve como motor de inspiración para mis novelas, me aporta calma cuando paseo por sus calles del medievo; la calidez de su gente, los acordes de las gaitas, y la historia que regala a cada paso, es un regalo a la vista y a la mente. Es de agradecer a esta bellísima tierra lo mucho que ofrece. Lo peor, el clima; es duro, en ocasiones deprime tantos día de lluvia, pero esto también ha cambiado mucho en los últimos años. Además, no todo puede ser del agrado de uno. Si aún no la has visitado, te recomiendo que lo hagas. Edinburgh, Scotland, no te defraudará.
No sé si le ocurre a todos o solo a los que hemos pasado la vida de un lado a otro, viviendo en distintos paises, diferentes lugares, que, a medida que maduras, detectas una especie de añoranza pagajosa, tozuda, que reclama una vuelta al lugar de origen; como si de repente perdieras conexión afectiva con el suelo que pisas y te conviertes en un foráneo. Viajo en busca de mis raices pero solo encuentro nostágia, recuerdos, ecos del pasado, lugares que han logrado sobrevivir al seismo del tiempo, otros, en ruina, pero nada que mi mente no haya podido restaurar. El ayer sigue intacto en mi memoria y, mientras quede un solo recuerdo, siempre habrá una dirección que señale el camino de vuelta a casa.
Hay un Universo literario dedicado a la felicidad, pero cada día vivimos más estresados, somos menos felices e, incluso, nos nutrimos con algunas sustancias para paliar los efectos dañinos del Yo real (no el de Instagram), que nos sitúa frente al espejo de la vida. Decimos que ser viejo es un reto y, las arrugas, las marcas de las vivencias, pero la cirugía estética vive su mejor época. Que hay que mirar el lado positivo de las adversidades, como si las desgracias llegaran con una dualidad de sentimientos opcional, e, inventa la psicología ‘moderna’ paparruchas como zona de confort para resignificar lo que siempre fue desgana, apatía o ánimo cobarde. Y en tiempos de extrema fragilidad emocional, cualquier suceso nos cala el alma y nos la rompe a cachitos. Tener más de lo necesario provoca que el cerebro se aburra y la mente se desanime y, desde ese hastío saltan preguntas como el propósito de la vida; cuestión que nuestros antepasados no podían permitirse, tirando aún de una vida más miserable. Tener la piel tan fina nos expone a virus tan destructivos como la frustración, causante de depresiones innecesarias y suicidios estúpidos (causa primera de mortalidad en jóvenes de 15 a 26 años). De ahí que las desgracias hacen recapacitar, aunque brevemente y de poco auxilio, sobre lo tonto que somos. No evolucionamos para ser felices, habría que recordar, sino para sobrevivir a las amenazas ambientales y el peligro. Pero existe un Universo literario sobre la felicidad que nos da una versión confrontada. Tú mismo.
Sinéad O'Connor, el ángel irlandés a quien la vida convirtió en demonio.
Hay personas a las que el destino parece aborrecer, echándoles encima una manta de desgracias, pero, lejos de los caprichos del hado, topamos de frente con las circunstancias, esa tipa que se nos cuela en casa sin llamar a la puerta. O´Connor sufrió abusos sexuales de niña, lo que determinaría su carácter de adulta. Alcanzó fama y utilizó su notoriedad para denunciar a cobardes, cerdos, gentuza que destruye el camino de otros, quedando impunes. La cantante rompió la foto del Papa en un programa televisivo en su cruzada con los abusos sexuales desatados en el seno de la santa Iglesia católica. Cayó entonces el peso de la censura sobre su cabeza y acabó decapitada. Proscrita, apostata, marginada, escoria, quedó a expensas de su malograda suerte; suerte que la abandonó al igual que hizo la legión de fans que la idolatraba. Con las puertas cerradas y sin trabajo, su enfermedad mental se agravó; brotes psicóticos, bipolaridad, intentos fallidos de suicidio; la cantante pedía a gritos ayuda subiendo fotos desoladoras en las redes y denunciando el prostíbulo del mundo artístico. Ya era la LOCA, la enajenada que desvaría en peligros. Enferma y en la ruina, a su discográfica se le ocurre la ‘adorable’ idea de romper moldes y grabarle un álbum propagandístico de su locura, muy rentable para el mafioso mundo del disco. O´Connor se niega y su declive la expulsa definitivamente al infierno de las penalidades; divorcios, alcohol, drogas, ruina e intentos fallidos de suicidio. Pero es su hijo, el más apegado a ella, quien logra quitarse la vida con apenas 16 años. La cantante no lo supera. Su corazón ya roto, débil, herido de muerte se detiene. La que fue la voz blanca de la música ligera, ha hallado la paz merecida. Ahora, el mundo la compadece, la rinde homenajes, los fans que renegaron de ella la lloran e inundan su foto con flores y velas, y aquellos que la acusaron, elogian hoy su lucha contra los abusos y la maldad de este mundo. Pasaran la mopa por encima de su maltrecha, mugrienta estrella, empolvada por los años de insultos y de mierda y volverán a darle brillo.
¿Se puede vivir sin éxito?
La gente ya no es feliz con un trabajo, con una vida llevadera, desean notoriedad, liderazgo, destacar de la masa como sea ¿para ser feliz?
Las redes están anegadas de mentores que te indican cómo lograr tus metas, pero ¿realmente necesitas de esta gente para hacerlo? De ser así, mejor piénsatelo antes de pagar.
Y si no logro el éxito ¿Qué pasa? ¿merece la pena vivir? Si no soy alguien a los ojos del mundo ¿tiene mi vida sentido?
La notoriedad es el tumor de esta sociedad; yo no quiero ser médico, obrero, maestro, quiero que mi nombre brille, porque lo merezco; ya, pero las cosas buenas o malas no ocurren porque las merecemos.
Luego están los que le dan la vuelta a la tortilla predicando que para ser un líder tienes que ser tú mismo (no recuerdo en qué momento se deja de ser quien eres), pues el éxito depende de tu propia marca, e incluso, te prometen rescatarte de la piara de tontos creando tu nueva rubrica (Zara, Mango, Dutti…), formulario tan precario como el anterior, pero con mensaje invertido.
La sociedad actual ha emprendido una cruzada enfermiza en busca del éxito y la felicidad, priorizando el Yo Tengo al Yo Soy. No importa que yo crea en mí, quiero que mi vecino también lo haga. Y, esta máxima se extiende a los hijos y resto de la familia, creando (conscientes o no), una turba de bobos en estado de ridículo perentorio.
Creo que se puede llevar una vida plena sin llegar a ser alguien, al igual que se puede vivir tranquilo sin tener que creer que soy alguien.
Se levantó temprano, cogió la maleta y se fue a la estación. Ni idea de adónde iba, solo quería huir. Era torpe porque suspendía en el cole, marica porque no tenía amigos, tonto porque sonreía, cobarde porque esperaba a la noche para salir a jugar ¡Un arbolito torcido! le llamaba papá. El pequeño no entendía el porqué de esos insultos y, convencido de que era malo, empezó a odiarse. Creció inseguro. Se convirtió en un hombre atormentado. Su mente enfermó. Rompió la luna de los espejos que reflejaban su maldita imagen y, con medicación, aplacó las voces que le gritaban ¡eres un fracaso! ¡un jodido error! Al borde de un precipicio y a punto de saltar, escuchó. “No lo hagas, ya lo hicieron conmigo y, créeme, no funciona”. Su mirada contenía la lluvia, su sonrisa, el arcoíris. Nada malo podía haber en aquel querubín, pensó. Entonces, se dio cuenta y, retrocedió.